Hace un siglo o un poco más, cuando surgió la arquitectura moderna, se produjo el último gran cambio de la arquitectura a nivel global. Hasta entonces, las ciudades y su arquitectura eran una respuesta más cercana a las condiciones propias del lugar (geografía, topografía, clima) y la cultura (formas de entender y hacer las cosas). Madrid no se parecía a Londres, Quito no se parecía a Santiago, Buenos Aires era distinta a Bogotá, ¡y Beiging nada tenía que ver con Moscú!
Desde hace un siglo más o menos, empezó un silencioso e imparable proceso de homogeneización de la arquitectura. Silencioso, pero extraordinariamente poderoso proceso respaldado por una nueva etapa del desarrollo económico global que requería la ampliación de los mercados, la incorporación al comercio global, de todos, obviamente desempeñando roles distintos y desiguales. Este proceso fue acompañado y empujado por un brutal desarrollo técnico y tecnológico que hoy aún parece no tener límites y que, sin embargo, no ha tenido una respuesta correlativa desde lo esencial de la arquitectura.